Sobre las virtudes de la esperanza se ha escrito mucho y parloteado mucho más. Así como sucedió y seguirá sucediendo con las utopías, la esperanza ha sido siempre, a lo largo de los tiempos, una especie de paraíso soñado de los escépticos. Y no sólo de los escépticos. Creyentes fervorosos, de los de misa y comunión, de ésos que están convencidos de que llevan sobre sus cabezas la mano compasiva de Dios defendiéndolos de la lluvia y del calor, no se olvidan de rogarle que cumpla en esta vida al menos una pequeña parte de las bienaventuranzas que prometió para la otra. Por eso, quien no está satisfecho con lo que le cupo en la desigual distribución de los bienes del planeta, sobre todo de los materiales, se aferra a la esperanza de que el diablo no siempre esté detrás de la puerta y de que la riqueza le entrará un día, más pronto que tarde, por la ventana. Quien todo lo ha perdido, pero tuvo la suerte de conservar por lo menos la triste vida, considera que le asiste el humanísimo derecho de esperar que el día de mañana no sea tan desgraciado como lo está siendo el día de hoy. Suponiendo, claro, que haya justicia en este mundo. Pues bien, si en estos lugares y en estos tiempos existiera algo que mereciese semejante nombre, no el espejismo habitual con que se suelen engañar los ojos y la mente, sino una realidad que se pudiese tocar con las manos, es evidente que no necesitaríamos andar todos los días con la esperanza en los brazos, meciéndola, o meciéndonos ella a nosotros en los suyos. La simple justicia (no la de los tribunales, sino la de aquel fundamental respeto que debería presidir las relaciones entre los humanos) se encargaría de poner todas las cosas en sus justos lugares. Antes, al pobre que pide al que se le acababa de negar la limosna, se le añadía hipócritamente que “tuviera paciencia”. Pienso que, en la práctica, aconsejarle a alguien que tenga esperanza no es muy diferente de aconsejarle que tenga paciencia. Es bastante común oír decir a los políticos recién instalados que la impaciencia es contra-revolucionaria. Talvez lo sea, talvez, pero yo me inclino a pensar que, al contrario, muchas revoluciones se perdieron por demasiada paciencia. Obviamente, no tengo nada personal contra la esperanza, pero prefiero la impaciencia. Ya es hora de que ésta se note en el mundo para que aprendan algo ésos que prefieren que nos alimentemos de esperanzas. O de utopías.
Como siempre ha sucedido, y siempre sucederá, la cuestión central en cualquier tipo de organización social humana, de la que todas las demás derivan y hacia la que todas acaban confluyendo, es la cuestión del poder, y el problema teórico y práctico al que nos enfrentamos es identificar quién lo controla, averiguar como le ha llegado, verificar el uso que de él hace, los medios de que se sirve y los fines a que apunta. Si la democracia fuese, de hecho, lo que con auténtica o fingida ingenuidad seguimos diciendo que es, el gobierno del pueblo por el pueblo y para el pueblo, cualquier debate sobre la cuestión del poder carecería de sentido, puesto que, residiendo el poder en el pueblo, es al pueblo a quien le compete su administración, y, siendo el pueblo el que administra el poder, está claro que solo lo hará en su propio beneficio y para su propia felicidad, que a eso le obligaría lo que he dado en llamar, sin ninguna pretensión de rigor conceptual, la ley de la conservación de la vida. Ora bien, solo un espíritu perverso, panglosiano hasta al cinismo, osaría pregonar la felicidad de un mundo que, muy por el contrario, nadie debería pretender que lo aceptamos tal cual es, sólo por el hecho de ser, supuestamente, el mejor de los mundos posibles. Es la propia y concreta situación del mundo llamado democrático donde, si es verdad que los pueblos son gobernados, también es verdad que no lo son por sí mismos ni para sí mismos. No vivimos en democracia, vivimos en una plutocracia que ha dejado de ser local y próxima para ser universal e inaccesible.Por definición, el poder democrático será siempre provisional y coyuntural, dependerá de la estabilidad del voto, de las fluctuaciones de las ideologías o de los intereses de clase, de manera que puede ser entendido como un barómetro orgánico que va registrando las variaciones de la voluntad política de la sociedad. Pero, ayer como hoy, y hoy con una amplitud cada vez mayor, abundan los casos de cambios políticos aparentemente radicales que tuvieron como efecto radicales cambios de gobierno, aunque no fueron seguidos por los cambios económicos, culturales y sociales radicales que el resultado del sufragio prometía. Decir hoy gobierno “socialista”, o “socialdemócrata”, o “conservador”, o “liberal”, y llamarle poder, es pretender nombrar algo que en realidad no está donde parece, sino en otro inalcanzable lugar, el del poder económico y financiero, cuyos contornos podemos percibir en filigrana, pero que invariablemente se nos escapa cuando intentamos acercarnos e inevitablemente contraataca si tenemos la veleidad de intentar reducir o regular su dominio, subordinándolo al interés general. Con otras y más claras palabras, digo que los pueblos no eligieron a sus gobiernos para que los “llevasen” al Mercado, que es el Mercado quien condiciona por todo los medios a los gobiernos para que le “lleven” a los pueblos. Y hablo así del Mercado porque hoy, y máscada día que pasa, es el instrumento por excelencia del autentico, único e inobjetable poder, el poder económico y financiero mundial, ése que no es democrático porque no lo eligió el pueblo, que no es democrático porque no está dirigido por el pueblo, que finalmente no es democrático porque no contempla la felicidad del pueblo.Nuestro antepasado de las cavernas diría: “Es agua”. Nosotros, un poco más sabios, avisamos: “Sí, pero está contaminada”.
Según la Carta de los Derechos Humanos, en su artículo 12º: “Nadie sufrirá intromisiones arbitrarias en su vida, en su familia o en su correspondencia, ni ataques contra su honor y reputación”. Y más “Contra tales intromisiones o ataques todas las personas tienen derecho a la protección de la ley”. Así está escrito. El papel exhibe, entre otras, la firma del representante de los Estados Unidos, quien asumiría, como consecuencia, el compromiso de los Estados Unidos en lo que respecta al cumplimento efectivo de las disposiciones contenidas en la Carta, aunque, para su vergüenza y la nuestra, esas disposiciones nada valgan, sobre todo cuando la misma ley que debería proteger, no sólo no lo hace, sino quehomologa con su autoridad las mayores arbitrariedades, incluyendo ésas que el dicho artículo 12º enumera para condenar. Para los Estados Unidos cualquier persona, sea emigrante o simple turista, indiferentemente de su actividad profesional, es un delincuente potencial que está obligado, como en Kafka, a probar su inocencia sin saber de qué se le acusa. Honor, dignidad, reputación, son palabras hilarantes para los cancerberos que guardan las entradas del país. Ya conocíamos esto, ya lo habíamos experimentado en interrogatorios conducidos intencionadamente de forma humillante, ya fuimos mirados por el agente de turno como si fuésemos el más repugnante de los gusanos. En fin, ya estábamos habituados a ser maltratados.Pero ahora surge algo nuevo, una vuelta más a la tuerca opresora. La Casa Blanca, donde se hospeda el hombre más poderoso del planeta, como dicen los periodistas en crisis de inspiración, la Casa Blanca, insistimos, ha autorizado a los agentes de policía de las fronteras a que analicen y revisen documentos de cualquier ciudadano extranjero o norteamericano, aunque no existan sospechas de que esa persona tenga intención de participar en un atentado. Tales documentos serán conservados “durante un razonable espacio de tiempo” en una inmensa biblioteca donde se almacenarán todo tipo de datos personales, desde simples agendas de contactos a correos electrónicos supuestamente confidenciales. Ahí se guardarán también una cantidad incalculable de copias de discos duros de nuestros ordenadores, cada vez que queramos entrar en los Estados Unidos, por cualquiera de sus fronteras. Con todos sus contenidos: trabajos de investigación científica, tecnológica, creativa, tesis académicas, o un sencillo poema de amor. “Nadie sufrirá intromisiones arbitrarias en su vida privada”, dice el pobre artículo 12º. Y decimos nosotros: véase lo poco que vale la firma de un presidente de la mayor democracia del mundo.Aquí está. Practiquemos sobre Estados Unidos la infalible prueba del algodón, y he aquí lo que comprobaremos: no se limitan a estar sucios, están sucísimos.
Supongo que en el principio de los principios, antes de que inventáramos el habla, que es, como sabemos, la suprema creadora de incertidumbres, no nos atormentaría ninguna duda seria sobre quienes éramos y sobre nuestra relación personal y colectiva con el lugar en que nos encontrábamos. El mundo, obviamente, sólo podía ser lo que nuestros ojos veían en cada momento, y también, como información complementaria importante, lo que los restantes sentidos – el oído, el tacto, el olfato, el gusto – consiguiesen apreciar. En esa hora inicial el mundo era pura apariencia y pura superficie. La materia era simplemente áspera o lisa, amarga o dulce, agria o insípida, sonora o silenciosa, con olor o sin olor. Todas las cosas eran lo que parecían ser por la única razón de que no había ningún motivo para que pareciesen de otra manera y fuesen otra cosa. En aquellas antiquísimas épocas no se nos pasaba por la cabeza que la materia fuera “porosa”. Hoy, sin embargo, aunque sepamos que, desde el último de los virus hasta el universo, no somos nada más que composiciones de átomos, y que en el interior, además de la masa que les es propia y les define, todavía sobra espacio para el vacío (lo compacto absoluto no existe, todo es penetrable), seguimos, como hicieron nuestros antepasados de las cavernas, aprendiendo, identificando y reconociendo el mundo según la apariencia con que cada vez se nos presenta. Imagino que el espirito filosófico y el espirito científico se manifestaron el día en que alguien tuvo la intuición de que esa apariencia, al mismo tiempo que imagen exterior captable por la conciencia y por ella utilizada como mapa de conocimientos, podía ser, también, una ilusión de los sentidos. Si bien suele aplicarse refiriéndose más al mundo moral que al mundo físico, es conocida la expresión popular que dice: “Las apariencias engañan”. O ilusionan, que es más o menos lo mismo. No faltarían los ejemplos si el espacio diese para tanto.A este escribidor siempre le ha preocupado lo que se esconde tras las meras apariencias, y ahora no estoy hablando de átomos o de subpartículas que, como tal, son siempre aparienciade algo que se esconde. Hablo, sí, de cuestiones corrientes, habituales, cotidianas, como, por ejemplo, el sistema político que denominamos democracia, ése que Churchill decía que era el menos malo de los sistemas conocidos. No dijo el mejor, dijo el menos malo. Por lo que vamos viendo, se diría que lo consideramos más que suficiente, y ése, creo, es un error de percepción que, si nos damos cuenta, vamos pagando todos los días. Volveremos al asunto.
Dos veces, o quizá fueran tres, se me presentaron en la Feria del libro, en años pasados, otros tantos lectores, los dos o los tres, cargando el peso de decenas de volúmenes nuevos, compras recientes, y por lo general todavía acondicionados en los sacos de plástico de origen. Al primero que se me presentó de esa manera le hice la pregunta que me pareció más lógica, es decir, si su encuentro con mi trabajo de escritor había sido para él cosa reciente y, por lo visto, fulminante. Me respondió que no, que me leía desde hacía mucho tiempo, pero que se había divorciado, y que la ex-esposa, también lectora entusiasta, se había llevado a su nueva vida la biblioteca de la familia ahora rota. Se me ocurrió entonces, y sobre eso escribí unas líneas en los viejos Cuadernos de Lanzarote, que sería interesante estudiar el asunto desde el punto de vista de lo que en ese momento consideréalgo así como la importancia de los divorcios en la multiplicación de las bibliotecas. Reconozco que la idea era algo provocativa, por eso la dejé en paz, al menos para que no me acusaran de colocar mis intereses materiales por encima de la armonía de las parejas. No sé, ni siquiera puedo imaginarlo, cuantas separaciones conyugales habrán dado origen al formación de nuevas bibliotecas sin que vaya eso en detrimento de las antiguas. Dos o tres casos, que esos son los que he conocido, no son suficientes para que nazca una primavera, o, con palabras más explícitas, por ahí no mejorarán ni los lucros del editor, ni mis ingresos por los derechos de autor.Lo que francamente no esperaba era que la crisis económica que nos mantiene en estado de alerta continua hubiera venido a dificultar todavíamás los divorcios y, así, la ambicionada progresión aritmética de las bibliotecas, lo que, aspecto en que ciertamente todos estaremos de acuerdo, significaun auténtico atentado contra la cultura. ¿Qué decir, por ejemplo, del problema complejo, y no pocas veces insoluble, que esencontrar hoy comprador para un piso? Si muchos procesos de divorcio se encuentran estancados, si no avanzan en los tribunales, la causa es ésa, y no otra. Peor aún, ¿cómo deberá procederse contra ciertos comportamientos escandalosos ya de dominio público, como es el caso, lamentablemente frecuente y absolutamente inmoral, de seguir viviendo en la misma casa, tal vez no dormir en la misma cama, pero utilizar la misma biblioteca? Se ha perdido el respeto, se ha perdido el sentido de decoro, he aquí la desgraciada situación a la que llegamos. Y que no se diga que la culpa es de Wall Street: en las comedias de televisión que ellos financian no se ve ni un solo libro.
Creo que todas las palabras que vamos pronunciando, todos os movimientos y gestos, concluidos o simplemente esbozados, que hacemos, cada uno y todos juntos, pueden ser entendidos como piezas sueltas de una autobiografía no intencional que, aunque involuntaria, o por eso mismo, no es menos sincera y veraz que el más minucioso de los relatos de una vida pasada a la escritura y al papel. Esta convicción de que todo cuanto decimos y hacemos a lo largo del tiempo, incluso lo que parece que no tiene significado e importancia, es, y no se puede impedir que lo sea, expresión biográfica, me hizo proponer un día, con más seriedad de lo quea primera vista pueda parecer, que todos los seres humanos deberían dejar relatadas por escrito sus vidas, y que esos miles de millones de volúmenes, cuando comenzaran a no caber en la Tierra, fueran llevados a la Luna. Esto significaría que la grande, la enorme, la gigantesca, la desmesurada, la inmensa biblioteca del existir humano tendría que ser dividida, primero, en dos partes, y luego, con el paso del tiempo, en tres, en cuatro, así hasta nueve, suponiendo que los ocho restantes planetas del sistema solar, tuvieran condiciones ambientales tan benévolas que respetasen la fragilidad del papel. Imagino que los relatos de muchas de esas vidas que, por ser simples y modestas, cabrían en media docena de folios, o en menos, serían enviadas a Plutón, el más distante de los hijos del Sol, donde difícilmente querrán viajar los investigadores.Es más que seguro que se plantearían problemas y dudas a la hora de establecer y definir los criterios de composición de las dichas “biobliotecas”. Sería indiscutible, por ejemplo, que obras como los diarios de Amiel, de Kafka o de Viginia Woolf, la biografía de Samuel Johnson, la autobiografía de Cellini, las memorias de Casanova o las confesiones de Rousseau, junto a tantas otras de importancia humana y literaria semejante, deberían permanecer en el planeta donde fueron escritas para ser testimonio del paso por este mundo de hombres y mujeres que, por las buenas o malas razones de lo que fue su vida, dejaron una señal, una presencia, una influencia que, habiendo perdurado hasta hoy, seguirá dejando marca en las generaciones futuras. Los problemas surgirían cuando, sobre la elección de lo que debería quedarse o ser enviado al espacio exterior, comenzasen a reflejarse las inevitables valoraciones subjetivas, los prejuicios, los miedos, los rencores antiguos o recientes, los perdones imposibles, las justificaciones tardías, todo lo que en la vida es espanto, desesperación y agonía, en definitiva, la naturaleza humana. Creo que, finalmente, lo mejor será dejar las cosas como están. Como la mayor parte de las buenas ideas, también ésta es irrealizable. Paciencia.
Podemos dormir tranquilos, el calentamiento global no existe, es un invento malicioso de los ecologistas de acuerdo con la estrategia de su “ideología en deriva totalitaria”, según la definió el implacable observador de la política planetaria y de los fenómenos del universo que es José María Aznar. No sabríamos cómo vivir sin este hombre. No importa que un día de estos comiencen a nacer flores en el Ártico, no importa que los glaciares de la Patagonia se reduzcan cada vez que alguien suspira haciendo aumentar la temperatura ambiente en una millonésima de grado, no importa que Groenlandia haya perdido una parte importante do su territorio, no importa la sequía, no importan las inundaciones que arrasan todo y tantas vidas se llevan con ellas, no importa la similitud cada vez más evidente de las estaciones del año, nada de esto importa si el emérito sabio José María niega la existencia de calentamiento global, basándose en las peregrinas páginas de un libro del presidente checo Vaclav Klaus que el propio Aznar, en una bonita actitud de solidariedad científica e institucional, presentará en breve. Ya lo estamos oyendo. Una duda, sin embargo, una duda muy seria nos atormenta y que ha llegado el momento de exponer a la consideración del lector. ¿Dónde estará el origen, el manantial, la fuente de esta sistemática actitud negadora? Será resultado de un huevo dialéctico puesto por Aznar en el útero del Partido Popular cuando fue su amo y señor? Cuando Rajoy, con esa compuesta seriedad que lo caracteriza, nos informó que un primo suyo catedrático, parece que de física, le había dicho que eso del cambio climático era una burla ¿tan osada afirmación era solo fruto de una imaginación celta sobrecalentada que no supo comprender lo que le estaba siendo explicado, o, volviendo al huevo dialéctico ¿es esto una doctrina, una regla, un principio registrado en letra pequeña en el manual del Partido Popular, y si Rajoy fue simplemente el repetidor desafortunado de la palabra del primo catedrático, en cambio el oráculo en que su ex-jefe se transformó no quiso perderse la oportunidad de marcarle la pauta una vez más al gentío ignaro?
No me resta mucho más espacio, pero tal vez todavía quepa un breve llamamiento al sentido común. Siendo cierto que el planeta en que vivimos ya ha pasado por seis o siete eras glaciales ¿no estaremos en el umbral de otra de esas eras? ¿No será que la coincidencia entre tal posibilidad y las continuas acciones operadas por el ser humano contra el medio ambiente se parece mucho a aquellos casos, tan corrientes, en que una enfermedad esconde otra enfermedad? Piensen en esto, por favor. En la próxima era glacial, o en esta que está comenzando, el hielo cubrirá Paris. Tranquilicémonos, no será mañana. Pero tenemos, por lo menos, un deber desde ya: no ayudar a la era glacial que se acerca. Y, recuerden, Aznar es un mero episodio. No se asusten.
Un día, hará unos siete u ocho años, nos buscó, a Pilar y a mí, un leonés llamado Emilio Silva, pediéndonos apoyo para la empresa en que iba a embarcarse, la de encontrar lo que todavía quedara de su abuelo, asesinado por los franquistas al principio de la guerra civil. Nos pedía apoyo moral, nada más. Su abuela le había expresado el deseo de que los restos del abuelo fueran recuperados y recibieran digna sepultura. Más que como un deseo de una anciana que no se resignaba, Emilio Silva tomó esas palabras como una orden que tenía el deber de cumplir, sucediera lo que sucediera. Este fue el primer paso de un movimiento colectivo que rápidamente se extendió por toda a España: recuperar de las fosas y barrancos, donde fueron enterradas las decenas de miles de víctimas del odio fascista, identificarlas y entregarlas a las familias. Una tarea inmensa que no encontró solo apoyos, baste recordar los continuos esfuerzos de la derecha política y sociológica española para frenar lo que ya era una realidad exaltante e conmovedora, ver levantarse de la tierra escavada e removida los restos de aquellos que habíanpagado con la vida la fidelidad a sus ideas y a la legalidad republicana. Permítaseme que deje aquí, como simbólica reconocimiento a cuantosse están dedicando a este trabajo, el nombre de Ángel del Río, un cuñado mío que a esta tarea ofrece lo mejor de su tiempo, incluyendo dos libros de investigación sobre los desaparecidos y los represaliados.</span></p>Era inevitable que la recuperación de los restos de Federico García Lorca, enterrado como otros miles en el barranco de Viznar, en la provincia de Granada, se convirtiera rápidamente en auténtico imperativo nacional. Uno de los mayores poetas de España, el más universalmente conocido, está ahí, en ese páramo, en un lugar en el que prácticamente se tiene la certeza de que es la fosa donde yace el autor del Romancero Gitano, junto con otros tres fusilados, un profesor primario llamado Dióscoro Galindo y dos banderilleros anarquistas, Joaquín Arcollas Cabezas e Francisco Galadí Melgar. Sorprendentemente, sin embargo, la familia de García Lorca siempre se ha opuesto a que se realizara la exhumación. Los argumentos alegados se relacionaban, todos ellos, en mayor o menor grado, con cuestiones que podemos clasificar de decoro social, como la curiosidad malsana de los medios de comunicación, el espectáculo en que se convertiría el levantamiento de los huesos, razones sin duda respetables, que, si me permiten que lo diga, han perdido hoy peso ante la simplicidad con que la nieta de Dióscoro Galindo respondió cuando, en una entrevista en una cadena de radio, le preguntaron donde llevaría los restos de su abuelo, si acabaran por encontrarse: “Al cementerio de Pulianas”. Hay que aclarar que Pulianas, en la provincia de Granada, es la aldea donde Dióscoro Galindo trabajaba y la familia sigue viviendo. Sólo las páginas de los libros tienen vuelta, las de la vida, no.</span>
Según la revista norteamericana Forbes, el Gotha de la riqueza mundial, la fortuna de Berlusconi asciende a casi 10 mil millones de dólares. Honradamente ganados, claro, aunque con no pocas ayudas exteriores, como por ejemplo, es la mía. Puesto que soy publicado en Italia por la editorial Einaudi, propiedad del dicho Berlusconi, algún dinero le habré hecho ganar. Una ínfima gota de agua en el océano, obviamente,pero al menos le habrá llegado para pagar los puros, suponiendo que la corrupción no sea su único vicio. Salvo lo que es de conocimiento general, sé poquísimo de la vida y milagros de Silvio Berlusconi, il Cavalieri. Mucho más que yo sabe, sin duda, el pueblo italiano que una, dos, tres veces lo ha sentado en el sillón de primer ministro. Pues bien, como solemos oír decir, los pueblos son soberanos, y no sólo soberanos, también son sabios y prudentes, sobre todo desde que el continuado ejercicio de la democracia ha facilitado a los ciudadanos ciertos conocimientos útiles acerca del funcionamiento de la política y sobre las diversas formas de alcanzar el poder. Esto significa que el pueblo sabe muy bien lo que quiere cuando es llamado a votar. En el caso concreto del pueblo italiano, que es de él de quien hablamos, y no de otro (ya les tocará el turno), está demostrado que la inclinación sentimental que experimenta por Berlusconi, tres veces manifestada, es indiferente a cualquier consideración de orden moral. Realmente, en la tierra de la mafia y de la camorra ¿qué importancia puede tener el hecho probado de que el primer ministro sea un delincuente? En una tierra en que la justicia nunca ha gozado de buena reputación ¿qué más da que el primer ministro consiga que se aprueben leyes a medida de sus intereses, protegiéndose contra cualquier tentativa de castigo a sus desmanes y abusos de autoridad?Eça de Queiroz decía que si paseáramos una carcajada alrededor de una institución, ésta se desmoronaría hecha añicos. Eso era antes. ¿Qué diremos de la reciente prohibición, ordenada por Berlusconi, de que la película W. de Oliver Stone sea exhibida allí? ¿Hasta ahí llegan los poderes de il Cavaliere? ¿Cómo es posible que se haya cometido semejante arbitrariedad, para colmo sabiendo nosotros que, por más carcajadas que demos alrededor de los quirinales, no se van a caer? Es justa nuestra indignación, aunque debamos hacer un esfuerzo para comprender la complejidad del corazón humano. W. es una película que ataca a Bush, y Berlusconi, hombre de corazón como lo puede ser un jefe mafioso, es amigo, colega, compinche del todavía presidente de los Estados Unidos. Están bien uno con otro. Lo que no estará nada bien es que el pueblo italiano acabe llevando una cuarta vez las posaderas de Berlusconi hasta la silla del poder. No habrá, entonces, carcajadas nos salve.José Saramago
Me pregunto cómo y porqué Estados Unidos, un país en todo grande, ha tenido, tantas veces, presidentes tan pequeños. George Bush es tal vez el más pequeño de todos. Inteligencia mediocre, ignorancia abisal, expresión verbal confusa y permanentemente atraída por la irresistible tentación del puro disparate, este hombre se presenta ante la humanidad con la pose grotesca de un cowboy que ha heredado el mundo y lo confunde con una manada de ganado. No sabemos lo que realmente piensa, ni siquiera sabemos si piensa (en el sentido noble de la palabra), no sabemos si no será simplemente un robot mal programado que constantemente confunde y cambia los mensajes que lleva grabados en su interior. Pero, honor le sea hecho al meno una vez en la vida, hay en el robot George Bush, presidente de los Estados Unidos, un programa que funciona a la perfección: el de la mentira. Él sabe que miente, sabe que nosotros sabemos que está mintiendo, pero, por pertenecer al tipo de comportamiento de mentiroso compulsivo, seguirá mintiendo aunque tenga delante de los ojos la más desnuda de las verdades, seguirá mintiendo incluso después de que la verdad le haya reventado ante la cara. Mintió para declarar la guerra a Irak como ya había mentido sobre su pasado turbulento y equívoco, o sea, con la misma desfachatez. La mentira, en Bush viene de muy lejos, la lleva en la sangre. Como mentiroso emérito, es el corifeo de todos esos otros mentirosos que lo han rodeado, aplaudido y servido durante los últimos años.
George Bush expulsó la verdad del mundo para, en su lugar, hacer fructificar la edad de la mentira. La sociedad humana actual está contaminada de mentira como la peor de las contaminaciones morales, y él es uno de los principales responsables. La mentira circula impunemente por todas partes, se ha convertido en una especie de otra verdad. Cuando hace algunos años un primer ministro portugués, cuyo nombre por caridad omito aquí, afirmó que “la política es el arte de no decir la verdad”, no podía imaginarse que George Bush, poco tiempo después, transformaría la chirriante afirmación en una travesura ingenua de político periférico sin conciencia real del valor y del significado de las palabras. Para Bush la política es, simplemente, una de las palancas del negocio, y quizá la mejor de todas, la mentira como arma, la mentira como avanzadilla de los tanques y de los cañones, la mentira sobre las ruinas, sobre los muertos, sobre las míseras y siempre frustradas esperanzas de la humanidad. No es cierto que el mundo sea hoy más seguro, pero no dudemos de que sería mucho más limpio sin la política imperial y colonial del presidente de los Estados Unidos, George Walker Bush, y de cuantos, conscientes del fraude que cometieron, le abrieron el camino hacia la Casa Blanca. La Historia les pedirá cuentas.José Saramago