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Otros Cuadernos de Saramago

Otros Cuadernos de Saramago

31 Jul, 2009

Álvaro Cunhal

No fue el santo que algunos veneraban ni el demonio que otros aborrecían, era, aunque no simplemente, un hombre. Se llamaba Álvaro Cunhal y su nombre, durante años, para muchos portugueses, era sinónimo de una cierta esperanza. Encarnó convicciones a las que les guardó inamovible fidelidad, fue testigo y agente en los tiempos en que éstas prosperaron, asistió al declive de los conceptos, a la disolución de los juicios, a la perversión de las prácticas. Las memorias personales que se negó a escribir tal vez nos ayudarían a entender mejor los fundamentos del raquítico árbol a cuya sombra se acogen hoy los portugueses para digerir el palabrerío con que creen alimentar el espíritu. No leeremos las memorias de Álvaro Cunhal y con esa falta tendremos que conformarnos. Y tampoco leeremos lo que, mirando desde este tiempo en que estamos el tiempo que pasó, sería probablemente el más instructivo de todos los documentos que podrían salir de su inteligencia y de sus finas manos de artista: una reflexión sobre la grandeza y decadencia de los imperios, incluyendo los que construimos dentro de nosotros mismos, esas armazones de ideas que nos mantienen el cuerpo levantado y que todos los días nos piden cuentas, incluso cuando nos neguemos a prestarlas. Como si hubiese cerrado una puerta y abierto otra, el ideólogo se convirtió en autor de novelas, el dirigente político retirado decidió guardar silencio sobre los destinos posibles y probables del partido del que había sido, durante muchos años, continua y casi única referencia. Tanto en el plano nacional, como en el plano internacional, no dudo de que hayan sido de amargura los últimas horas que Álvaro Cunhal vivió. No era el único, y él lo sabia. Algunas veces el militante que yo soy no estuvo de acuerdo con el secretario general que él era, y se lo dije. A esta distancia, si embargo, ya todo parece esfumarse, hasta las razones con las que, sin resultados que se viesen, nos pretendíamos convencer el uno al otro. El mundo siguió su camino y nos dejó atrás. Envejecer es no ser necesario. Todavía necesitábamos a Cunhal cuando él se retiró. Ahora es demasiado tarde. Aunque no conseguimos disimular es esta especie de sentimiento de orfandad que nos invade cuando pensamos en él. Cuando pienso en él. Y comprendo, les aseguro que lo comprendo, lo que un día Graham Green le dijo a Eduardo Loureço: “Mi sueño, en lo que tiene que ver con Portugal, sería conocer a Álvaro Cunhal”. El gran escritor británico dio voz a lo que tantos sentían. Se entiende que sintamos su falta.

30 Jul, 2009

La abjuración

A quien le pueda interesar:

Yo, Galileo, hijo de Vicenzo Galileo de Florencia, a la edad de 70 años, interrogado personalmente en juicio y postrado ante vosotros, Eminentísimos y Reverendísimos Cardenales, en toda la República Cristiana contra la herética perversidad inquisidores generales; teniendo ante mi vista los sacrosantos Evangelios, que toco con mi mano, juro que siempre he creído, creo aún y, con la ayuda de Dios seguiré creyendo todo lo que mantiene, predica y enseña la Santa, Católica y Apostólica Iglesia. Pero como, después de haber sido jurídicamente intimado para que abandonase la falsa opinión de que el Sol es el centro del mundo y que no se mueve y que la Tierra no es el centro del mundo y se mueve, y que no podía mantener, defender o enseñar de ninguna forma, ni de viva voz ni por escrito, la mencionada falsa doctrina (…) Quiero levantar de la mente de las Eminencias y de todos los fieles Cristianos esta vehemente sospecha, que justamente se ha concebido de mí, con el corazón sincero y fe no fingida, abjuro, maldigo y detesto los mencionados errores y herejías y, en general, de todos y cada uno de los otros errores, herejías y sectas contrarias a la Santa Iglesia. Y juro que en el futuro nunca diré ni afirmaré, de viva voz o por escrito, cosas tales que por ellas se pueda sospechar de mí; y que si conozco a algún hereje o sospechoso, de herejía lo denunciaré a este Santo Oficio o al Inquisidor u Ordinario del lugar en el que me encuentre. Juro y prometo cumplir y observar totalmente las penitencias que me han sido o me serán, por este Santo Oficio, impuestas; y si incumplo alguna de mis promesas y juramentos, que Dios no lo quiera, me someto a todas las penas y castigos que imponen y promulgan los sacros cánones y otras constituciones contra tales delincuentes. Así, que Dios me ayude y sus santos Evangelios que toco con mis propias manos. Yo, Galileo Galilei he abjurado, jurado y prometido y me he obligado; y certifico que es verdad que, con mi propia mano he escrito la presente cédula de mi abjuración y la he recitado palabra por palabra.

29 Jul, 2009

E pur si muove

Con los datos del sondeo todavía calientes, el periódico “El País” ya me estaba pidiendo un comentario sobre la eventual unión de los pueblos que componen la Península Ibérica. Lo que viene a continuación es lo que envié a Madrid sobre de este melindroso asunto. Melindroso, delicado, polémico y conflictivo asunto sobre el que ha sido imposible llegar a acuerdo al menos para discutirlo seriamente.

“Y sin embargo, se mueve”. Estas palabras las diría como si fuera un susurro casi inaudible Galileo Galilei al terminar la lectura de la abjuración a que fue forzado por los inquisidores generales de la Iglesia Católica el 22 de Junio de 1633. Se trataba, como se sabe, de obligarlo a desmentir, condenar y repudiar públicamente lo que había sido y seguía siendo su profunda convicción, es decir, la verdad científica del sistema copernicano, según el cual es la Tierra la que gira alrededor del Sol y no el Sol alrededor de la Tierra. El estudio del texto de la abjuración de Galileo debería hacerse con conveniente atención en todos los establecimientos de enseñanza del planeta, fuese cual fuese la religión dominante, no tanto para confirmar lo que hoy es una evidencia para todo el mundo, que el Sol está parado y la Tierra se mueve a su alredor, sino como manera de prevenir la formación de supersticiones, lavados de cerebro, ideas hechas y otros atentados contra la inteligencia y el sentido común.

No es, pese a la introducción, Galileo el objeto primero de este texto, sino algo más próximo en el tiempo y en el espacio. Me refiero al Barómetro Hispano-Luso del Centro de Análisis Social de la Universidad de Salamanca, hoy publicado, sobre las eventuales posibilidades de creación de una unión entre los dos países de la Península Ibérica de cara a la formación de una Federación hispano-portuguesa. Los lectores que acompañan regularmente este y otros comentarios míos recordarán la polémica, adornada con unos cuantos insultos elegidos y unas cuantas acusaciones de traición a la patria, que mi pronóstico de una unión de ese tipo suscitó hace relativamente poco tiempo. Pues bien, de acuerdo con el sondeo de la Universidad de Salamanca, 39,9% de los portugueses y 30,3% de los españoles apoyarían esa unión. Los porcentajes muestran un sensible avance, tanto en un país como en el otro, sobre los cálculos realizados en aquella altura. Los que rechazan la idea constituyen poco más del 30% de las personas consultadas, es decir, 260 de los 876 ciudadanos entrevistados durante los meses de abril y mayo de este año.

Al contrario de lo que generalmente se dice, el futuro ya está escrito, lo que ocurre es que nosotros no tenemos todavía la ciencia necesaria para leerlo. Las protestas de hoy pueden convertirse en los acuerdos de mañana, y, por supuesto, también podría suceder lo contrario, aunque una cosa es cierta y la frase de Galileo tiene aquí perfecto encaje. Sí, Iberia. E pur si muove.

28 Jul, 2009

Derecho a pecar

En la lista de las creaciones humanas (otras hay que nada tienen que ver con la humanidad, como la del diseño nutritivo de la tela de araña o la burbuja de aire submarina que le sirve de nido al pez), en esa lista, decía, no he visto incluido lo que fue, en tiempos pasados, el más eficaz instrumento de dominio de cuerpos y almas. Me refiero al sistema judiciario resultante de la invención del pecado, a su división en pecados veniales y pecados mortales, y el consecuente rol de castigos, prohibiciones y penitencias. Hoy desacreditado, caído en desuso como esos monumentos de la antigüedad que el tiempo ha arruinado, aunque conservan, hasta la última piedra, la memoria y la sugestión de su antiguo poder, el sistema judiciario basado en el pecado todavía sigue envolviendo y penetrando, con hondas raíces, nuestras conciencias.

Esto lo entendí mejor a la vista de las polémicas causadas por el libro que titulé El Evangelio según Jesucristo, agravadas casi siempre por insultos y otros desvaríos calumniosos dirigidos contra el temerario autor. Siendo El Evangelio solo una novela que se limita a “reescenificar”, aunque de modo oblicuo, la figura y la vida de Jesús, es sorprendente que muchos de los que se pronunciaron contra ella la vieran como una amenaza a la estabilidad y fortaleza de los fundamentos del propio cristianismo, sobre todo en su versión católica. Sería el momento de interrogarnos sobre la real solidez de ese otro monumento heredado de la antigüedad, si no fuese evidente que tales reacciones se debieron, esencialmente, a una especie de tropismo reflejo del sistema judiciario del pecado que, de una manera u otra, llevamos dentro. La principal de esas reacciones, por cierto también de las más pacíficas, consistía en argumentar que el autor del Evangelio, no siendo creyente, no tenía derecho a escribir sobre Jesús. Pues bien, independientemente del derecho básico que asiste a cualquier escritor de escribir sobre cualquier asunto, se añade, en este caso, la circunstancia de que el autor de El Evangelio según Jesucristo se limitó a escribir sobre algo que directamente le interesa y le toca, pues siendo efecto y producto de la civilización y de las culturas judaico-cristianas, es, en todo y por todo, en el plano de la mentalidad, un “cristiano”, aunque a sí mismo filosóficamente se defina y en la vida corriente se comporte como lo que también es – un ateo. De esta manera, es legítimo decir que, como al más convicto, observante y militante dos católicos, me asistía, a mí, incrédulo que soy, el derecho a escribir sobre Jesús. Entre nosotros solo encuentro una diferencia, aunque importante, a la de escribir, añadiré, que por mi cuenta y riesgo, otra que al católico le está prohibida: el derecho a pecar. O, dicho con otras palabras, el humanísimo derecho a la herejía.

Algunos dirán que esto es agua pasada. No obstante, como mi próxima novela (esta vez no la llamaré cuento) no será menos conflictiva, muy por el contrario, he considerado que tal vez valiese la pena poner el parche antes de salga el grano. No para protegerme (cuestión que nunca me ha preocupado), sino porque, como se suele decir en estos parajes, quien avisa no es traidor.
27 Jul, 2009

Problema de hombres

Veo en las encuestas que la violencia contra las mujeres es el asunto número catorce en las preocupaciones de los españoles, pese a que todos los meses se cuenten con los dedos, y desgraciadamente falten dedos, las mujeres asesinadas por quienes se creen sus dueños. Veo también que la sociedad, en la publicidad institucional y en distintas iniciativas cívicas, asume, es verdad que a poco, que esta violencia es un problema de los hombres y que son los hombres los que tienen que resolverlo. De Sevilla y de la Extremadura española nos llegaron, hace algún tiempo, noticias de un buen ejemplo: manifestaciones de hombres contra la violencia. Ya no eran sólo las mujeres las que salían a la plaza pública protestando contra los continuos malos tratos infringidos por los maridos y compañeros (compañeros, triste ironía ésta), que, si en muchísimos casos adoptan el aspectos de fría y deliberada tortura, no retroceden ante el asesinato, el estrangulamiento, el apuñalamiento, la degollación, el ácido, el fuego. La violencia desde siempre ejercida sobre la mujer encuentra en la cárcel en que se transforma el lugar de cohabitación (hay que negarse a llamarlo hogar) el espacio por excelencia para la humillación diaria, para la paliza habitual, para la crueldad psicológica como instrumento de dominio. Es el problema de las mujeres, se dice, y eso no es verdad. El problema es de los hombres, del egoísmo de los hombres, del enfermizo sentimiento posesivo de los hombres, de la poquedad de los hombres, esa miserable cobardía que les autoriza a usar la fuerza contra un ser físicamente más débil y al que se le ha ido reduciendo sistemáticamente la capacidad de resistencia psíquica. Hace pocos días, en Huelva, cumpliendo las reglas habituales de los mayores, varios adolescentes de trece y catorce años violaron a una chica de la misma edad y con una deficiencia psíquica, tal vez porque pensaron que tenían derecho al crimen y a la violencia. Derecho a usar lo que consideran suyo. Este nuevo acto de violencia de género, más los que se han producido en el fin de semana, en Madrid, una niña asesinada, en Toledo, una mujer de treinta y tres años muerta delante de su hija de seis, debían sacar a los hombres a la calle. Tal vez cien mil hombres, solo hombres, nada más que hombres, manifestándose en las calles, mientras las mujeres, en las aceras, les lanzan flores, podría ser la señal que la sociedad necesita para combatir, desde su seno y sin demora, esta vergüenza insoportable. Y para que la violencia de género, con resultado de muerte o no, pase a ser uno de los primeros dolores y preocupaciones de los ciudadanos. Es un sueño, es un deber. Puede no ser una utopía.

(El teléfono en España para denunciar los malos tratos es el 016)

De mí ha de decirse que tras la muerte de Jesús me arrepentí de lo que llamaban mis infames pecados de prostituta y me convertí en penitente hasta el final de la vida, y eso no es verdad. Me subieron desnuda a los altares, cubierta únicamente por el pelo que me llegaba hasta las rodillas, con los senos marchitos y la boca desdentada, y si es cierto que los años acabaron resecando la lisa tersura de mi piel, eso sucedió porque en este mundo nada prevalece contra el tiempo, no porque yo hubiera despreciado y ofendido el mismo cuerpo que Jesús deseó y poseyó. Quien diga de mí esas falsedades no sabe nada de amor. Dejé de ser prostituta el día que Jesús entró en mi casa trayendo una herida en el pie para que se la curase, y de esas obras humanas que llaman pecados de lujuria no tendría que arrepentirme si como prostituta mi amado me conoció y, habiendo probado mi cuerpo y sabido de qué vivía, no me dio la espalda. Cuando delante de todos los discípulos Jesús me besaba una y muchas veces, ellos le preguntaron si me quería más a mí que a ellos, y Jesús respondió: “¿A qué se puede deber que yo no os quiera tanto como a ella?.” Ellos no supieron qué decir porque nunca serían capaces de amar a Jesús con el mismo absoluto amor con el que yo lo amaba. Después de que Lázaro muriera, la pena y la tristeza de Jesús fueron tales que, una noche, bajo las sábanas que tapaban nuestra desnudez, le dije: “No puedo alcanzarte donde estás porque te has cerrado tras una puerta que no es para fuerzas humanas”, y él dijo, sollozo y gemido de animal que se esconde para sufrir: “Aunque no puedas entrar, no te apartes de mí, tenme siempre extendida tu mano incluso cuando no puedas verme, si no lo hicieras me olvidaría de la vida, o ella me olvidará”. Y cuando, pasados algunos días, Jesús fue a reunirse con los discípulos, yo, que caminaba a su lado, le dije: “Miraré tu sombra si no quieres que te mire a ti”, y él respondió: “Quiero estar donde esté mi sombra si allí es donde están tus ojos”. Nos amábamos y nos decíamos palabras como éstas, no solo por ser bellas y verdaderas, si es posible que sean una cosa y otra al mismo tiempo, sino porque presentíamos que el tiempo de las sombras estaba llegando y era necesario que comenzásemos a acostumbrarnos, todavía juntos, a la oscuridad de la ausencia definitiva. Vi a Jesús resucitado y en el primer momento pensé que aquel hombre era el cuidador del jardín donde se encontraba el túmulo, pero hoy sé que no lo veré nunca desde los altares donde me pusieron, por más altos que sean, por más cerca del cielo que los coloquen, por más adornados de flores y perfumados que estén. La muerte no fue lo que nos separó, nos separó para siempre jamás la eternidad. En aquel tiempo, abrazados el uno al otro, unidas nuestras bocas por el espirito y por la carne, ni Jesús era lo que de él se proclamaba, ni yo era lo que de mí se zahería. Jesús, comigo, no fue el Hijo de Dios, y yo, con él, no fui la prostituta María de Magdala, fuimos únicamente este hombre y esta mujer, ambos estremecidos de amor y a quienes el mundo rodeaba como un buitre barruntando sangre. Algunos dijeron que Jesús había expulsado siete demonios de mis entrañas, pero tampoco eso es verdad. Lo que Jesús hizo, sí, fue despertar los siete ángeles que dormían dentro de mi alma a la espera de que él viniera a pedirme socorro: “Ayúdame”. Fueran los ángeles quienes le curaron el pie, los que me guiaron las manos temblorosas y limpiaron el pus de la herida, fueron ellos quienes me pusieron en los labios la pregunta sin la que Jesús no podría ayudarme a mí: “¿Sabes quién soy, lo que hago, de lo que vivo”, y él respondió: “Lo sé”, “No has tenido que mirar y ya lo sabes todo”, dije yo, y él respondió: “No sé nada”, y yo insistí: “Que soy prostituta”, “Eso lo se”, “Que me acuesto con hombres por dinero”, “Sí”, “Entonces lo sabes todo de mí” y él, con voz tranquila, como la lisa superficie de un lago murmurando, dijo: “Sé eso solo”. Entonces yo todavía ignoraba que era él era el hijo de Dios, ni siquiera imaginaba que Dios quisiese tener un hijo, pero, en ese instante, con la luz deslumbrante del entendimiento, percibí en mi espíritu que solamente un verdadero Hijo del Hombre podría haber pronunciado esas tres simples palabras: “Sé eso solo”. Nos quedamos mirándonos el uno al otro, ni nos dimos cuenta de que los ángeles se habían retirado ya, y a partir de esa hora, en la palabra y en el silencio, en la noche y en el día, con el sol y con la luna, en la presencia y en la ausencia, comencé a decirle a Jesús quien era yo, y todavía me faltaba mucho para llegar al fondo de mí misma cuando lo mataron. Soy María de Magdala y amé. No hay nada más que decir.

23 Jul, 2009

Cinco películas

Que recuerde cinco películas me han pedido. No tendría que preocuparme si son o no las mejores, las más famosas, las más citadas. Basta con que me hayan impresionado de manera particular, como nos impresiona una mirada, un gesto, una entonación de voz. Escogerlas no ha sido difícil, al contrario, se me presentaron con la mayor naturalidad, como si no hubiera estado pensando en otra cosa. Aquí están, aunque el orden con que las menciono no es ni debe considerarse una clasificación por mérito. En primer lugar (alguna tendría que abrir la lista), “La sal de la tierra” de Herbert Biberman, que vi en Paris a finales de los años 70 y que me conmovió hasta las lágrimas: la historia de la huelga de los mineros chicanos y de sus valientes mujeres me llegó hasta lo más profundo del espirito. Cito a continuación “Blade runner” de Ridley Scott, vista también en Paris en un pequeño cine del Quartier Latin poco tiempo después de su estreno mundial y que, en ese tiempo, no parecía prometer un gran futuro. Sobre “Amarcord” de Fellini, nadie nunca ha tenido dudas, ahí hay una obra maestra absoluta, para mí tal vez la mejor película del maestre italiano. Y ahora viene “La regla del juego” de Jean Renoir, que me deslumbró por el montaje impecable, por la dirección de actores, por el ritmo, por la finura, por el “tempo”, en definitiva. Y, para terminar, un filme que me acude a la memoria como si viniera de la primera noche de la historia de los cuentos al amor de la lumbre, Pat & Patachon "Don Quijote de la Mancha"*, aquellos sublimes (no exagero) actores daneses que me hicieron reír (tenía entonces seis o siete años) como ningún otro. Ni Chaplin, ni Buster Keaton, ni Harold Lloyd, ni Laurel e Hardy. Quien no haya visto a Pat & Patachon no sabe lo que se ha perdido…

*N. de la T.: Versión rodada en España en 1926 y estrenada el 30 de noviembre. Rerefencia "De la Mancha a la pantalla" de Rafael de España, Editorial Publicacions i Edicions UB

21 Jul, 2009

Montaña Blanca

Ahora que mis piernas van recuperando poco a poco la resistencia y la andadura normal gracias a los esfuerzos conjuntos de su dueño y de Juan, mi dedicado fisioterapeuta, me apetece recordar aquella tarde de mayo en que, sin haberlo pensado antes, me propuse a subir la Montaña Blanca, nada convencido, en principio, de conseguir llegar a la cima. Ocurrió esto hace 16 años, en 1993, y yo tenía entonce exactamente 70. La Montaña Blanca, que se levanta a unos dos kilómetros de casa, es la más alta de Lanzarote, lo que tampoco quiere decir mucho, porque la isla, aunque accidentadísima, con su cientos de volcanes apagados, no goza de nada que se le parezca al Teide de Tenerife. Tiene de altura, sobre el nivel del mar, un poco más de 600 metros y la forma de un cono casi perfecto. Si yo la subí, cualquiera podrá subirla también, no es necesario ser montañero consumado. Conviene, eso sí, calzar botas apropiadas, de esas con clavos metálicas en las suelas, dado que las laderas son muy resbaladizas. De cada tres pasos, uno se pierde. Que me lo pregunten a mí, con mis zapatos de suela alisada por las alfombras domésticas… Cuando llegué a la falda del monte, me pregunté a mí mismo: “Y si subiese esto?” Subir aquello era, en mi cabeza, trepar unos veinte o treinta metros, sólo para poder decirle a la familia que había estado en la Montaña Blanca. Pero cuando los veinte metros primeros fueron vencidos, ya sabía que tendría que llegar a lo alto, costase lo que costase. Y así fue. La ascensión necesitó más de una hora hasta alcanzar los afloramientos rocosos que coronan el monte y que deben de ser lo que resta de los bordes del antiguo cráter del volcán. “¿Valió la pena?”, se preguntarán por ahí. Si tuviese las piernas de entonces dejaría ahora mismo este escrito en el punto en que está para subir otra vez y contemplar la isla, toda ella, desde el volcán La Corona, en el norte, hasta las planicies del Rubicón, en el sur, el valle de La Geria, Timanfaya, el ondular de las innumerables colinas que el fuego dejó huérfanas. El viento me batía en la cara, me secaba el sudor del cuerpo, me hacía sentirme feliz. Fue en 1993 y tenía 70 años.

21 Jul, 2009

Luna

Hace cuarenta años todavía no tenía aparato de televisión en casa. Sólo lo compré, pequeñísimo, cinco años después, en 1974, para seguir las noticias de esa otra especie de llegada a la Luna que fue para nosotros portugueses la Revolución de Abril. De modo que recurrí a amigos más avezados en tecnologías punta, y así, bebiendo tal vez una cerveza y masticando unos frutos secos, asistí al alunizaje y al desembarque. En aquella época andaba escribiendo unas crónicas en el recién recuperado periódico vespertino “A Capital”, más tarde reunidas en un libro bajo el título “De este mundo y del otro”. Dos de esos textos los dediqué a comentar la proeza de los norteamericanos en un tono ni ditirámbico ni escéptico, como no tardaría mucho en convertirse en moda. Releo ahora estos texto y llego a la desoladora conclusión de que al final ningún gran paso para la humanidad fue dado y que nuestro futuro no está en las estrellas, sino siempre y sólo en la tierra en que asentamos los pies. Como ya decía en la primera de esas crónicas: “No perdamos nosotros la tierra, que todavía será la única manera de no perder la luna”. En la segunda crónica, que di en llamar “Un salto en el tiempo”, imaginando la tierra futura como la luna es ahora, comencé escribiendo que “Todo aquello me pareció un simple episodio de filme de ficción científica técnicamente primario. Los propios movimientos de los astronautas tenían flagrante similitud con los gestos de las marionetas, como si brazos y piernas estuviesen manejados por invisibles hilos, unos hilos larguísimos sujetos a los dedos de los técnicos de Houston y que, a través del espacio, producían allá arriba los gestos necesarios. Todo estaba cronometrado, hasta el peligro se incluía en el esquema. En la mayor aventura de la historia no hubo lugar para la aventura”.

Y fue ahí cuando la imaginación se apoderó de mí. Decidió que el viaje a la luna no había sido un salto en el espacio, sino un salto en el tiempo. Así, los astronautas, lanzados en su vuelo, habían caminado a lo largo de una línea temporal y se habían posado otra vez en la tierra, no ésta que conocemos, blanca, verde, morena y azul, sino en la tierra futura, una tierra que ocupará todavía la misma órbita, circulando alrededor de un sol apagado, muerta ella también, desierta de hombres, de aves, de flores, sin una risa, sin una palabra de amor. Un planeta inútil, con una historia antigua y sin nadie para contarla. La tierra morirá, será lo que la luna es hoy, decía para terminar. Al menos que no sea para lo que nos quede el mosaico de miserias, guerras, hambre y torturas que viene siendo hasta ahora. Para que no comencemos a decir, ya hoy, que el hombre, finalmente, no ha merecido la pena.

El lector estará de acuerdo en que, para bien y para mal, no parece que haya mudado mucho de ideas en cuarenta años. Sinceramente, no sé si me debería felicitar o corregir.

20 Jul, 2009

Jardinices

La anunciada propuesta de ley de revisión constitucional del inefable Alberto João, como cariñosamente lo tratan sus amigos y seguidores, tiene claramente gato encerrado, aunque no haya perdido tiempo en esconderle el rabo. Agradezcámosle la franqueza. Jardim quiere ser, con derecho a veto por si las moscas, presidente de la región, y es lícito pensar que ya alimentaba tal idea en la cabeza cuando dejó entrever, tiempos atrás, aunque con un cauteloso grado de nebulosidad de vocabulario, su abandono de la política, dándonos una alegría que al final, como las rosas de Malherbes, acabaría durando poco. La inteligencia de Jardim no es nada del otro mundo, pero, en compensación, su listeza parece no tener límites. Como límites parece no tener nuestra ingenuidad. Imaginar al Berlusconi madeirense fuera de los salones y de los gabinetes reservados del poder es lo que se puede llamar un no ser absoluto, una contradicción en términos. Jardim nació para mandar y mandará hasta su último suspiro. Detestando a Portugal como lo detesta, nunca aceptaría ser presidente de la República, le basta con serlo de Madeira, Porto Santo y Selvagens. En el fondo, lo que la propuesta de ley pretende es establecer en Portugal una constitución configurada a su propia medida, es decir, corta, redonda, sin aristas.

Una de las puntas incómodas que el querido “leader” madeirense desearía capar es el nefando comunismo. Recelo que se parta los dientes en el intento. Los comunistas tienen una larga y dura experiencia de vida en la clandestinidad, ilegalizarlos equivaldría a tener que levantar todas las piedras esparcidas por Portugal para ver si debajo de ellas hay alguno escondido. Lo más interesante en las próximas horas será el festival de falsos patriotismos que explotará en la Asamblea Regional, con los oradores abrazados a las insignias locales y algún posible pisoteo y quema de la bandera portuguesa por aquello de los dos tercios de color rojo que porta y que congestionan todavía más las rubicundas mejillas de Jardim. También será interesante ver como Manuela Ferreira Leite, ese lince de la política continental, descalzará esta bota. Recomiendo a mis cuatro lectores que estén atentos a los acontecimientos. Van a tener algo que contarles a sus nietos.

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