28 Jul, 2009
Derecho a pecar
En la lista de las creaciones humanas (otras hay que nada tienen que ver con la humanidad, como la del diseño nutritivo de la tela de araña o la burbuja de aire submarina que le sirve de nido al pez), en esa lista, decía, no he visto incluido lo que fue, en tiempos pasados, el más eficaz instrumento de dominio de cuerpos y almas. Me refiero al sistema judiciario resultante de la invención del pecado, a su división en pecados veniales y pecados mortales, y el consecuente rol de castigos, prohibiciones y penitencias. Hoy desacreditado, caído en desuso como esos monumentos de la antigüedad que el tiempo ha arruinado, aunque conservan, hasta la última piedra, la memoria y la sugestión de su antiguo poder, el sistema judiciario basado en el pecado todavía sigue envolviendo y penetrando, con hondas raíces, nuestras conciencias.
Esto lo entendí mejor a la vista de las polémicas causadas por el libro que titulé El Evangelio según Jesucristo, agravadas casi siempre por insultos y otros desvaríos calumniosos dirigidos contra el temerario autor. Siendo El Evangelio solo una novela que se limita a “reescenificar”, aunque de modo oblicuo, la figura y la vida de Jesús, es sorprendente que muchos de los que se pronunciaron contra ella la vieran como una amenaza a la estabilidad y fortaleza de los fundamentos del propio cristianismo, sobre todo en su versión católica. Sería el momento de interrogarnos sobre la real solidez de ese otro monumento heredado de la antigüedad, si no fuese evidente que tales reacciones se debieron, esencialmente, a una especie de tropismo reflejo del sistema judiciario del pecado que, de una manera u otra, llevamos dentro. La principal de esas reacciones, por cierto también de las más pacíficas, consistía en argumentar que el autor del Evangelio, no siendo creyente, no tenía derecho a escribir sobre Jesús. Pues bien, independientemente del derecho básico que asiste a cualquier escritor de escribir sobre cualquier asunto, se añade, en este caso, la circunstancia de que el autor de El Evangelio según Jesucristo se limitó a escribir sobre algo que directamente le interesa y le toca, pues siendo efecto y producto de la civilización y de las culturas judaico-cristianas, es, en todo y por todo, en el plano de la mentalidad, un “cristiano”, aunque a sí mismo filosóficamente se defina y en la vida corriente se comporte como lo que también es – un ateo. De esta manera, es legítimo decir que, como al más convicto, observante y militante dos católicos, me asistía, a mí, incrédulo que soy, el derecho a escribir sobre Jesús. Entre nosotros solo encuentro una diferencia, aunque importante, a la de escribir, añadiré, que por mi cuenta y riesgo, otra que al católico le está prohibida: el derecho a pecar. O, dicho con otras palabras, el humanísimo derecho a la herejía.
Algunos dirán que esto es agua pasada. No obstante, como mi próxima novela (esta vez no la llamaré cuento) no será menos conflictiva, muy por el contrario, he considerado que tal vez valiese la pena poner el parche antes de salga el grano. No para protegerme (cuestión que nunca me ha preocupado), sino porque, como se suele decir en estos parajes, quien avisa no es traidor.
Esto lo entendí mejor a la vista de las polémicas causadas por el libro que titulé El Evangelio según Jesucristo, agravadas casi siempre por insultos y otros desvaríos calumniosos dirigidos contra el temerario autor. Siendo El Evangelio solo una novela que se limita a “reescenificar”, aunque de modo oblicuo, la figura y la vida de Jesús, es sorprendente que muchos de los que se pronunciaron contra ella la vieran como una amenaza a la estabilidad y fortaleza de los fundamentos del propio cristianismo, sobre todo en su versión católica. Sería el momento de interrogarnos sobre la real solidez de ese otro monumento heredado de la antigüedad, si no fuese evidente que tales reacciones se debieron, esencialmente, a una especie de tropismo reflejo del sistema judiciario del pecado que, de una manera u otra, llevamos dentro. La principal de esas reacciones, por cierto también de las más pacíficas, consistía en argumentar que el autor del Evangelio, no siendo creyente, no tenía derecho a escribir sobre Jesús. Pues bien, independientemente del derecho básico que asiste a cualquier escritor de escribir sobre cualquier asunto, se añade, en este caso, la circunstancia de que el autor de El Evangelio según Jesucristo se limitó a escribir sobre algo que directamente le interesa y le toca, pues siendo efecto y producto de la civilización y de las culturas judaico-cristianas, es, en todo y por todo, en el plano de la mentalidad, un “cristiano”, aunque a sí mismo filosóficamente se defina y en la vida corriente se comporte como lo que también es – un ateo. De esta manera, es legítimo decir que, como al más convicto, observante y militante dos católicos, me asistía, a mí, incrédulo que soy, el derecho a escribir sobre Jesús. Entre nosotros solo encuentro una diferencia, aunque importante, a la de escribir, añadiré, que por mi cuenta y riesgo, otra que al católico le está prohibida: el derecho a pecar. O, dicho con otras palabras, el humanísimo derecho a la herejía.
Algunos dirán que esto es agua pasada. No obstante, como mi próxima novela (esta vez no la llamaré cuento) no será menos conflictiva, muy por el contrario, he considerado que tal vez valiese la pena poner el parche antes de salga el grano. No para protegerme (cuestión que nunca me ha preocupado), sino porque, como se suele decir en estos parajes, quien avisa no es traidor.