De Saramago a Pepe, Greta y Camões. Los perros de Saramago son tres. Y los tres, por ese orden, llamaron un día a su puerta. Perros que vinieron a corregir un miedo de niñez en la memoria del escritor. Perros que, en realidad, son uno solo: el imaginario.
El perro es el mejor amigo del hombre. Eso me enseñaban en los tiempos de la vieja instrucción primaria, con clases por la mañana y festivo los jueves. El profesor era un hombre alto y calvo, grave en su posición de director, pero amigo de los alumnos y nada exagerado en la disciplina. Ponía mucho empeño en cuestiones de formación moral, y el perro era uno de sus grandes temas. Una vez al mes, como mínimo, había lección sentimental sobre las proezas del pueblo canino: "pilotos" abandonados que regresaban a la casa del dueño después de recorrer centenas de kilómetros, abnegados "guadianas" que se lanzaban al agua para salvar niños ("pagad el mal con el bien") de los cuales, acaso, habían recibido algún maltrato. En fin, ideas educativas de hace cien años.
No me sirvieron de mucho las lecciones de mi profesor. Los perros que fui conociendo a lo largo de mi existencia siempre hicieron gala de una obstinada animadversión hacia mi persona. O porque olfatearan el miedo, o porque les irritara la falta de gracia con que intentaba disimularlo, siempre hubo entre los perros y yo, sino la guerra abierta de la que sólo yo saldría perdedor, por lo menos una relación de mutua e desconfiada reserva. Recuerdo com despecho, por ejemplo, aquel chucho castaño que venía corriendo por la callejuela estrecha y sin resguardos, arrastrando tras de sí una cadena rota, y que, sin aviso, o tal vez por cualquier gesto brusco que yo hiciera ("el perro sólo ataca si se le provoca"), si es que no mostré iemplemente temor ("nunca se debe huir de un perro, es un animal noble y no ataca por la espalda"), me echó los dientes a su paso y, después de rasgarme una espinilla, dejándola escurriendo sangre, siguió su camino, meneando el rabo de pura alegría. No muchos años más tarde, andaba yo vagando, como era mi costumbre, por los alrededores de la aldea, entre árboles y cañaverales, cuando de repente me doy de narices con un perro. Lo conocía de vista y de la mala fama que tenía, un gigante de raza indefinida y avieso carácter que no toleraba intrusos en su territorio y se divertía partiendo por el espinazo, en menos tiempo de lo que lleva decirlo, cualquier bicho que se pusiera por delante. (Tal como el chucho castaño, éste tampoco había estado en las lecciones de mi profesor.) Ahora bien, quiso la casualidad, o la providencia, que yo llevara conmigo una caña gruesa y larga para ayudarme en las subidas y las bajadas de la caminata. Cuando aquel fantasma me salió al frente, sólo pude alargar la caña en un movimiento instintivo, con la punta a un palmo del hocico del malvado, y allí nos quedamos los dos durante no sé cuantos minutos, el dragón a brincos, fintando y gruñendo, simulando indiferencia para entonces volver a la carga, yo sudando de pavor, con la voz anudada en la garganta, lejos de cualquier socorro, abandonado al negro destino.
Escapé. Al final, el bruto se cansó. Después de observarme largamente, con minucia, como si me tomara las medidas, le pareció que yo no era digno de su cólera. Dio media vuelta y desapareció en un trompicar corto y desdeñoso, sin mirar atrás. Yo me fui alejando despacio, a reculones, todavía temblando, hasta que llegué a casa y conté lo sucedido a una tía mía que no creyó en la historia. Era tal la reputación del monstruo, que decir yo que lo había vencido con una simple caña le hubo de parecer la más descarada de las mentiras...
A partir de entonces, y creyendo que así iría a ser para siempre, perdí la confianza en la pregonada bondad de los perros, ésa de la que mi viejo profesor había sido tan convicto propagandista. Probablemente nunca pensó que entre los perros y los hombres no hay grandes diferencias: unos son buenos, otros malos, otros ni una cosa ni otra. Algunas veces me he preguntado qué lección podría él darnos respecto a ciertos cánidos que andan por ahí, bien tratados, con pelo brillante, pata fuerte y diente afilado, dotados de un profundo conocimiento de la anatomía humana y de los modos más eficaces de damnificarla. A él que tanto le gustaba explicarnos los complementos-circunstanciales-de lugar, sin saber en qué lides nos iba a meter...
Pasados muchos muchos años, en otra tierra, bajo otro cielo, un perro apareció en mi puerta. Tenía hambre y sed. Le dimos agua y comida, y lo echamos. Volvió pocas horas después y nos miró. Entonces le dijimos: "Entra, has encontrado tu casa". No fue él único. Otros dos, cada uno por su lado, vinieron a preguntar si la casa también estaba abierta para ellos. Les dijimos que sí. Se llaman, por orden, Pepe, Greta y Camões. Son nuestros perros, y está todo dicho.
No, no está todo dicho. Este hombre que no se averguenza de confesar que tenía miedo de los perros dedicó parte de su trabajo de escritor a crear, a inventar, a modelar figuras de perro, como sí, ya que temía a los otros, estuviera en su mano corregir los errores de la naturaleza. Así puso en el mundo de la literatura al perro Constante de Levantado del suelo, al perro del hilo de lana azul de La balsa de piedra, al Encontrado de La caverna, al perro de las lágrimas del Ensayo sobre la ceguera. Ése respecto al que he dicho que, si aquello que escribí llegara a sumirse en el olvido, al menos que de mí quedara la memoria de haber dado vida a un perro en el que palpitaba el corazón del mejor de los humanos...