26 Sep, 2008
La prueba del algodón
Según la Carta de los Derechos Humanos, en su artículo 12º: “Nadie sufrirá intromisiones arbitrarias en su vida, en su familia o en su correspondencia, ni ataques contra su honor y reputación”. Y más “Contra tales intromisiones o ataques todas las personas tienen derecho a la protección de la ley”. Así está escrito. El papel exhibe, entre otras, la firma del representante de los Estados Unidos, quien asumiría, como consecuencia, el compromiso de los Estados Unidos en lo que respecta al cumplimento efectivo de las disposiciones contenidas en la Carta, aunque, para su vergüenza y la nuestra, esas disposiciones nada valgan, sobre todo cuando la misma ley que debería proteger, no sólo no lo hace, sino que homologa con su autoridad las mayores arbitrariedades, incluyendo ésas que el dicho artículo 12º enumera para condenar. Para los Estados Unidos cualquier persona, sea emigrante o simple turista, indiferentemente de su actividad profesional, es un delincuente potencial que está obligado, como en Kafka, a probar su inocencia sin saber de qué se le acusa. Honor, dignidad, reputación, son palabras hilarantes para los cancerberos que guardan las entradas del país. Ya conocíamos esto, ya lo habíamos experimentado en interrogatorios conducidos intencionadamente de forma humillante, ya fuimos mirados por el agente de turno como si fuésemos el más repugnante de los gusanos. En fin, ya estábamos habituados a ser maltratados.Pero ahora surge algo nuevo, una vuelta más a la tuerca opresora. La Casa Blanca, donde se hospeda el hombre más poderoso del planeta, como dicen los periodistas en crisis de inspiración, la Casa Blanca, insistimos, ha autorizado a los agentes de policía de las fronteras a que analicen y revisen documentos de cualquier ciudadano extranjero o norteamericano, aunque no existan sospechas de que esa persona tenga intención de participar en un atentado. Tales documentos serán conservados “durante un razonable espacio de tiempo” en una inmensa biblioteca donde se almacenarán todo tipo de datos personales, desde simples agendas de contactos a correos electrónicos supuestamente confidenciales. Ahí se guardarán también una cantidad incalculable de copias de discos duros de nuestros ordenadores, cada vez que queramos entrar en los Estados Unidos, por cualquiera de sus fronteras. Con todos sus contenidos: trabajos de investigación científica, tecnológica, creativa, tesis académicas, o un sencillo poema de amor. “Nadie sufrirá intromisiones arbitrarias en su vida privada”, dice el pobre artículo 12º. Y decimos nosotros: véase lo poco que vale la firma de un presidente de la mayor democracia del mundo.Aquí está. Practiquemos sobre Estados Unidos la infalible prueba del algodón, y he aquí lo que comprobaremos: no se limitan a estar sucios, están sucísimos.