05 Oct, 2008
Sobre Fernando Pessoa
Era un hombre que sabía idiomas y hacía versos. Se ganó el pan y el vino poniendo palabras en el lugar de palabras, hizo versos como los versos se hacen, como si fuese la primera vez. Comenzó llamándose Fernando, persona como todo el mundo. Um día tuvo la ocurrencia de anunciar la aparición inminente de un súper-Camões, un camões mucho más grande que el antiguo, pero, siendo una persona conocidamente discreta, que solía andar por los Douradores con gabardina clara, corbata de lazo y sombrero sin plumas, no dijo que el súper-Camões era él mismo. A fin de cuentas, un súper-Camões no es nada más que un camões mayor, y él estaba reservado para ser Fernando Pessoas, fenómeno nunca antes visto en Portugal. Naturalmente, su vida estaba construida de días, y de los días sabemos que aun siendo iguales no se repiten, por eso no sorprende que en uno de ellos, al pasar Fernando ante un espejo, viera en él, de refilón, a otra persona. Pensó que había sido una ilusión óptica más, de las que siempre van sucediendo sin que les prestemos atención, o que la última copa de aguardiente le sentó mal en el hígado y en la cabeza, pero, con cautela, dio un paso atrás para confirmar si, como dice la voz popular, los espejos no se equivocan cuando muestran. Por lo menos este se había equivocado: un hombre le miraba desde dentro del espejo, y ese hombre no era Fernando Pessoa. Era incluso un poco más bajo, tenía la cara tirando para lo moreno, toda bien afeitada. Con un movimiento inconsciente, Fernando se llevó la mano al labio superior, después respiró hondo con infantil alivio, el bigote estaba ahí. Muchas cosas se pueden esperar de las figuras que aparecen en los espejos, menos que hablen. Y porque estos, Fernando y la imagen que no era la suya, no iban a quedarse allí eternamente mirándose, Fernando Pessoa dijo: “Me llamo Ricardo Reis”. El otro sonrió, asintió con la cabeza y desapareció. Durante un momento, el espejo se quedó vacío, desnudo, pero enseguida otra imagen surgió, la de un hombre delgado, pálido, con aspecto de quien no va a tener mucha vida para vivir. A Fernando le pareció que este debería haber sido el primero, pero no hizo ningún comentario, solo dijo: “Me llamo Alberto Caeiro”. El otro no sonrió, gesticuló apenas, de forma casi imperceptible, concordando, y se fue. Fernando Pessoa se quedó esperando, había oído decir que no hay dos sin tres. La tercera figura tardó unos segundos, era un hombre de esos que exhiben salud para dar y vender, con ese aire inconfundible de ingeniero diplomado en Inglaterra. Fernando dijo: “Me llamo Álvaro de Campos”, pero esta vez no esperó que la imagen desapareciera del espejo, se apartó él, probablemente estaba cansado de haber sido tantos en tan poco tiempo. Esa noche, entrada la madrugada, Fernando Pessoa se despertó pensando si el tal Álvaro de Campos se habría quedado en el espejo. Se levantó, y lo que estaba allí era su propia cara. Dijo entonces: “Me llamo Bernardo Soares”, y regresó a la cama. Fue después de estos nombres y de algunos más cuando Fernando creyó que era hora de ser también él ridículo y escribió las cartas de amor más ridículas del mundo. Cuando iba ya muy adelantado en los trabajos de traducción y de poesía, murió. Los amigos le decían que tenía un gran futuro por delante, pero parece que no se lo creyó, tanto es así que decidió morir injustamente en la flor de la edad, a los 47 anos, imagínense. Un momento antes de acabar pidió que le acercaran las gafas: “Dadme las gafas” fueron sus últimas y formales palabras. Hasta hoy nunca nadie se ha interesado en saber para que las querría, así se ignoran o desprecian las últimas voluntades de los moribundos, pero parece bastante pausible que su intención fuera mirarse en un espejo para saber quién era el que finalmente ahí estaba. No le dio tiempo la parca. Es más, ni espejo había en la habitación. Este Fernando Pessoa nunca llegó a tener verdaderamente la certeza de quien era, aunque esa duda hace que nosotros vayamos consiguiendo saber un poco más quienes somos.</span>