Almodóvar
Llegué tarde a la “movida”, cuando ya había dejado sus trajes de arlequín urbano, sus lágrimas falsas de rimel negro, sus postizos, sus pelucas, sus risas y su tristeza. No quiero decir que las “movidas” sean tristes por definición, lo que digo es que tienen que esforzarse mucho para no dejar que les salga de la boca, en medio de la fiesta y de la orgia, la pregunta definidora: “¿Qué hago aquí?” Atención, estoy contando una historia que no es la mía. Nunca he sido hombre de “movidas” y si alguna vez acabara dejándome seducir, estoy segurísimo de que no haría mejor figura que D. Quijote en el palacio de los duques. El ridículo existe de hecho, no es simplemente un ponto de vista. Dicho esto, no creo equivocarme mucho imaginando a Pedro Almodóvar, referente por excelencia de la “movida” madrileña, preguntándole a su pequeña alma (las almas son todas pequeñas, prácticamente invisibles): “¿Qué hago aquí?” La respuesta la viene dando en sus películas, ésas que nos hacen reír al mismo tiempo que nos ponen un nudo en la garganta, esas que nos insinúan que detrás de las imágenes hay cosas pidiendo que las nombremos. Cuando vi “Volver” le envié a Pedro un mensaje en que le decía: “Has tocado la belleza absoluta”. Tal vez (seguramente) por pudor, no me respondió.
Debo concluir. De una forma quizá inesperada para quien está malgastando su tiempo leyendo estas líneas, y que resumo así: a Pedro Almodóvar le espera la gran película sobre la muerte que todavía le falta al cine español. Por mil razones, sobre todo porque ésa sería la manera de recuperar de los escombros el sentido último de la “movida”.