08 Jul, 2009
Castril
El río que pasa por Lisboa no se llama Lisboa, se llama Tajo, el río que pasa por Roma no se llama Roma, se llama Tíber, y aquel otro que pasa por Sevilla tampoco se llama Sevilla, se llama Guadalquivir… Pero el río que pasa por Castril, ése, se llama Castril. Cualquier lugar habitado recibirá enseguida el nombre por el que acabará siendo conocido, no así los ríos. Durante miles y miles de años, pacientemente, todos los ríos del mundo tuvieron que esperar a que apareciera alguien por allí y los bautizara para poder figuarar después en los mapas como algo más que un trazo sinuoso y anónimo. Durante siglos y siglos las aguas de un río hasta entonces sin nombre pasaron tumultuosas por el lugar donde un día tendría que levantarse Castril y, mientras iban pasando, miraban hacia arriba, a la peña, y se decían unas a las otras: “Todavía no está”. Y seguían su camino hasta el mar pensando, con la misma paciencia, que tras el tiempo, tiempo viene, y que nuevas aguas llegarán que ya encontrarán mujeres lavando la ropa en las piedras, niños inventando la natación, hombres pescando truchas y lo demás que acuda al anzuelo. En ese momento las aguas sabrán que les ha sido dado un nombre, que de ahí en adelante serán, no el río Castril, sino el río de Castril, tan fuerte será el pacto de vida que unirá a la gente que está levantando sus primeras y rústicas casas en los escalones de la ladera, y que después construirá segundas y terceras moradas, una al lado de otras, unas sobre los restos de otras, generaciones tras generaciones, hasta hoy. Amansadas, retenidas por el muro gigantesco que hace de ellas un lago, las aguas del río de Castril ya no saltan furiosas sobre las piedras, ya no rugen como antes entre las altas y apretadas paredes de roca con que, durante milenios, la peña, inútilmente, quiso estrangularlas. El mismo desarrollo que haría crecer y prosperar a Castril domesticó la corriente. Las cuentas entre lo que se habrá ganado y lo que se habrá perdido, las harán mejor que nadie los castrileños de pura cepa, yo solo soy ese portugués callado y discreto que un día apareció por allí de la mano de la persona que más quiero en el mundo y que, desde entonces, honrado algún tiempo después con el título de hijo adoptivo de la tierra, sube baja del pueblo al río y del río al pueblo, pasea a lo largo de las orillas y por senderos arcaicos que aún conservan la memoria de los pies descalzos que los pisaron, como si estuviese recorriendo otra vez, descalzo él también, los caminos de su propia infancia vivida en tierras diferentes a éstas, no de montañas y con un río capaz de cabalgar rocas, sino de planicies y de cursos de agua vagarosos, el Tajo, el Almonda, sábanas de agua que reflejaban durante un breve momento las nubes que pasaban por el cielo y luego las dejaban porque otras venían. A pesar del tiempo, tanto, tanto, el viejo que hoy soy contempla con los mismos ojos inocentes las montañas y el río de Castril, las calles estrechas y empinadas del pueblo, las casas bajas, los olivos que le recuerdan a otros bajo cuya sombra se acogió en el pasado y cuyos frutos recogió, los caminos entre hierbas y flores, algún bicho asustado que corre a esconderse, dejando atrás el rápido estremecimiento de una planta rozada con el pasar. Algunas personas se pasan la vida buscando la infancia que perdieron. Creo que soy una de ellas.