22 Feb, 2009
Carta a Antonio Machado
Antonio Machado murió hoy hace setenta años. En el cementerio de Collioure, donde sus resto descansan, un buzón de corres recibe todos los días cartas que le escriben personas dotadas de un infatigable amor que se niega a aceptar que el poeta de “Campos de Castilla” esté muerto. Tienen razón, pocos están tan vivos. Con el texto que viene a continuación, escrito cuando el 50º aniversario de la muerte de Machado, y para el Congreso Internacional que tuvo lugar en Turín, organizado por Pablo Luis Ávila y Giancarlo Depretis, tomo mi modesta lugar en la fila. Una carta más para don Antonio.
Me acuerdo, tan nítidamente como si fuera hoy, de un hombre que se llamó Antonio Machado. En ese tiempo yo tenía catorce años e iba a la escuela para aprender un oficio que de poco iba a servirme. Había guerra en España. A los combatientes de un lado les dieron el nombre de rojos, mientras que los del otro lado, por las bondades que de ellos oía contar, debían tener un color así como el del cielo cuando hace buen tiempo. Al dictador de mi país le gustaba tanto ese ejército azul que dio orden a los periódicos para que publicaran las noticias de modo que hicieran creer a los ingenuos que los combates siempre terminaban con victorias de sus amigos. Yo tenía un mapa donde clavaba banderitas hechas con alfileres y papel de seda. Era la línea del frente. Este hecho prueba que conocía a Antonio Machado, aunque no lo había leído, lo que es disculpable si tenemos en cuenta mi poca edad. Un día, al darme cuenta de que andaba siendo engañado por los oficiales del ejército portugués que dirigían la censura de la prensa, tiré el mapa y las banderas. Me dejé llevar por una actitud irreflexiva, de impaciencia juvenil, que Antonio Machado no merecía y de la que hoy me arrepiento. Los años fueron pasando. En cierto memento, no recuerdo cuando ni como, descubrí que el tal hombre era poeta, y tan feliz me sentí que, sin ningún propósito de vanagloria futura, me puse a leer todo cuanto escribió. Fue entonces cuando supe que ya había muerto, y, naturalmente, coloqué una bandera en Collioure. Es tiempo, si no me equivoco, de poner esa bandera en el corazón de España. Los restos pueden quedarse donde están.
Me acuerdo, tan nítidamente como si fuera hoy, de un hombre que se llamó Antonio Machado. En ese tiempo yo tenía catorce años e iba a la escuela para aprender un oficio que de poco iba a servirme. Había guerra en España. A los combatientes de un lado les dieron el nombre de rojos, mientras que los del otro lado, por las bondades que de ellos oía contar, debían tener un color así como el del cielo cuando hace buen tiempo. Al dictador de mi país le gustaba tanto ese ejército azul que dio orden a los periódicos para que publicaran las noticias de modo que hicieran creer a los ingenuos que los combates siempre terminaban con victorias de sus amigos. Yo tenía un mapa donde clavaba banderitas hechas con alfileres y papel de seda. Era la línea del frente. Este hecho prueba que conocía a Antonio Machado, aunque no lo había leído, lo que es disculpable si tenemos en cuenta mi poca edad. Un día, al darme cuenta de que andaba siendo engañado por los oficiales del ejército portugués que dirigían la censura de la prensa, tiré el mapa y las banderas. Me dejé llevar por una actitud irreflexiva, de impaciencia juvenil, que Antonio Machado no merecía y de la que hoy me arrepiento. Los años fueron pasando. En cierto memento, no recuerdo cuando ni como, descubrí que el tal hombre era poeta, y tan feliz me sentí que, sin ningún propósito de vanagloria futura, me puse a leer todo cuanto escribió. Fue entonces cuando supe que ya había muerto, y, naturalmente, coloqué una bandera en Collioure. Es tiempo, si no me equivoco, de poner esa bandera en el corazón de España. Los restos pueden quedarse donde están.