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Otros Cuadernos de Saramago

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26 Ene, 2009

¿Clinton?

¿Qué Clinton? ¿El marido, que ya ha pasado a la historia? ¿O la mujer, cuya historia, en mi opinión, sólo ahora va a comenzar, por muy senadora que haya sido? Quedémonos con la mujer. Invitada por Barack Obama para la Secretaría de Estado, tendrá, por primera vez, una gran oportunidad para mostrarle al mundo y a sí misma lo que realmente vale. Obviamente también la tendría, y con más razones, si hubiese ganado las elecciones a la presidencia de Estados Unidos. No ganó. En todo caso, como se dice en mi tierra, quien no tiene perro, caza con gato, y creo que todos estaremos de acuerdo en que la secretaria de Estado norte-americana, gato no es, sino tigre, felinos uno y otro. A pesar de que la persona nunca me ha caído especialmente simpática, le deseo a Hillary Diane Rodham los mayores triunfos, y el primero de todos es que se mantenga siempre a la altura de sus responsabilidades y de la dignidad que la función, por principio, exige.

Lo dicho hasta aquí no es nada más que una introducción al tema que he decidido tratar hoy. El lector atento se habrá dado cuenta de que escribí el nombre completo de la nueva secretaria de Estado, es decir, Hillary Diane Rodham. No ha sido por casualidad. Lo he hecho para dejar claro que el apellido Clinton no le vino dado por nacimiento, para mostrar que su apellido no es Clinton y que haberlo adoptado, ya sea por convención social, ya sea por conveniencia política, en nada altera la verdad de las cosas: se llama Hillary Diane Rodham o, en caso de que prefiera abreviarlo, Hillary Rodham, mucho más atractivo que el gastado y cansado Clinton. Ni uno ni otro me conocen, nunca han leído una línea mía, pero me permito dejar aquí un consejo, no al ex presidente, que nunca les ha prestado gran atención a los consejos, sobre todo si eran buenos. Le hablo directamente a la secretaria de Estado. Deje el apellido Clinton, que se parece mucho a una chaqueta rozada y con los codos rotos, recupere su apellido, Rodham, que supongo que será el de su padre. Si él todavía vive ¿ha pensado en el orgullo que sentiría? Sea una buena hija, dé esa alegría a la familia. Y ya de paso, a todas las mujeres que consideran que la obligación de llevar el apellido del marido fue y sigue siendo una forma más, y no la menos importante, de disminución de identidad personal y de acentuar la sumisión que de las mujeres siempre se ha esperado.