Rosalía no le dio pie, no porque estuviera harta de las teorías mil veces expuestas del marido, sino porque estaba demasiado absorta en la contemplación de su rostro, ese rostro que, visto de perfil, como ahora, parecía el de un emperador romano. La pequeña irritación de Anselmo porque no le hubiera sido dada la oportunidad de hablar fue compensada por la atención respetuosa con que se sentía observado. Consideraba a la mujer muy por debajo de él, pero saberse así adorado lo lisonjeaba, de tal modo que, de buena gana, renunciaba al placer de evidenciar con palabras esa superioridad cuando veía en los ojos de Rosalía el respeto y el temor.
En la cocina, un cafetera pitaba. Tía Amelia la retiró del fuego. Se oyó el rayar de la aguja sobre el disco, y luego la voz dramática y vibrante de Jean-Louis Barrault hizo estremecer a las cuatro mujeres. Ninguna se movía. Miraban el ojo luminoso de los mandos de la radio como si de allí viniera la música. En el intervalo del primer disco al segundo se oyó, procedente de la habitación contigua, un estruendo de metales en un ragtime que dilaceraba los oídos. Tía Amelia levantó las cejas, Cándida suspiró, Isaura clavó con fuerza la aguja en la camisa, Adriana fusió la pared con una mirada mortífera.
Los muebles eran pobres, pero limpios, y tenían aire de dignidad. No hay duda de que así como los animales domésticos -el perro, el gato, por lo menos - reflejan el temperamento y el carácter de los dueños, también los muebles y los objetos más insignificantes de una casa reflejan algo de la vida de sus propietarios. De ellos se desprende frialdad o calor, cordialidad o reserva. Son testigos que cuentan todo el tiempo, con un lenguaje silencioso, lo que han visto y lo que saben.
Julieta ha visto a Romeo, pensó Abel. ¿Qué pasará? Se levantó del muro y avanzó hacia el centro del jardín. Lidia no abandonó la ventana. "Ahora tendría yo que exclamar: -¿Qué resplandor se abre camino a través de esa ventana? !Es la aurora, y Julieta el sol!" -Buenas noches - sonrió Abel Hubo una pausa. Después la voz de Lidia: -Buenas noches- y desapareció. Abel tiró el cigarro y murmuró, divertido, mientras se recogía en casa: -Este final de escena no se le ocurrió a Shakespeare...
¿No puede la poesía ser gratuita? Puede, sin duda, y no hay ningún mal en ello. Pero ¿el bien? ¿Qué bien hay en la poesía gratuita? La poesía es, tal vez, como una fuente que corre, es como agua que nace en la montaña, sencilla y natural, gratuita en sí misma. La sed está en los hombres, la necesidad está en los hombres, y porque éstas existen el agua deja de ser desinteresada. ¿Será así la poesía? Ningún poeta, tampoco ningún hombre, sea el que sea, es sencillo y natural. Y Pessoa menos que ningún otro. Quien tenga sed de humanidad no la irá a matar a los versos de Pessoa: sería como si bebiera agua salada. Y, sin embargo, ¡qué admirable poesía, qué fascinación! Gratuita, sí, pero ¿qué importa eso si desciendo al fondo de mí mismo y me encuentro gratuito e inútil?
Estaba sola. El cigarro se consumía lentamente entre los dedos. Estaba sola como tres años antes, cuando conoció a Paulino Morais. Se acabó. Era necesario recomenzar, recomenzar, recomenzar. Poco a poco, dos lágrimas le brillaron en los ojos. Oscilaron un momento, suspendidas del párpado inferior. Después, cayeron. Sólo dos lágrimas. La vida no vale más que dos lágrimas.
Con un esfuerzo lento y penoso, como si el cuerpo se negara al movimiento, se levantó y encendió la luz. El comedor, donde se encontraba, era grande, y la lámpara que lo iluminaba tan débil que de la oscuridad apartada quedaron penumbras por las esquinas. Las paredes desnudas, las sillas de espaldar vertical, duras e inapetentes, la mesa sin brillo y sin flores, los muebles carentes de lustre y casi desguarnecidos, y Justina sola, en medio de este frío, muy alta y delgada, el vestido negro, y los ojos negros, profundos y callados.
La empujó suavemente hacia el dormitorio. María Claudia nunca entraba allí sin perturbarse. La habitación de Lidia tenía una atmósfera que la entontecía. Los muebles eran bonitos, no había visto otros iguales, espejos, cortinas, un sofá rojo, una alfombra gruesa en el suelo, frascos de perfume en el tocador, un olor a tabaco caro, pero nada de esto, por separado, era responsable de su perturbación. Tal vez el conjunto, tal vez la presencia de Lidia, alguna cosa imponderable y vaga, como un gas que pasa a través de todos los filtros y que corroe y quema.
Es siempre la misma historia. Para unos, mucho; para otros, poco; y para otros, nada. ¿Cuándo aprenderá esa gente a pagar lo que necesitamos para vivir?
Sin desfallecer, uno y otro luchaban, el sonido con la obstinación de la desesperanza y la certeza de la muerte, el silencio con el desdén de la eternidad.