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Otros Cuadernos de Saramago

Otros Cuadernos de Saramago

28 Ago, 2009

A junta do motor

Hace más de sesenta años que debería saber conducir un automóvil. Conocía bien, en aquellos remotos tiempos, el funcionamiento de tan generosas máquinas de trabajo y de paseo, desmontaba y montaba motores, limpiaba carburadores, afinaba válvulas, investigaba diferenciales y cajas de cambio, instalaba pastillas de frenos, remendaba cámaras de aire pinchadas, en fin, bajo la precaria protección de un mono azul que me defendía lo mejor que podía de las manchas de aceite, efectué con razonable eficiencia casi todas las operaciones por las que tiene que pasar un automóvil o un camión a partir del momento en que entra en un taller para recuperar la salud, tanto la mecánica como la eléctrica. Solo me faltaba sentarme tras un volante para recibir del instructor las lecciones prácticas que culminarían en el examen y en el soñado aprobado que me permitiría ingresar en la orden social cada vez más numerosa de los automovilistas con carnet. Sin embargo ese día maravilloso nunca llegó. No son sólo los traumas infantiles los que condicionan e influyen en la edad adulta, también los que se sufren en la adolescencia pueden tener consecuencias desastrosas y, como en el presente caso sucedió, determinar de manera radicalmente negativa la futura relación del traumatizado con algo tan cotidiano y banal como es un vehículo automóvil. Tengo sólidas razones para creer que soy el deplorable resultado de uno de esos traumas. Es más: por muy paradójica que la afirmación le parezca a quien de las íntimas conexiones entre las causas y los efectos simplemente tenga ideas elementales, si en mis verdes años no hubiese trabajado como mecánico en un taller de automóviles, hoy, probablemente, sabría conducir un coche, sería un orgulloso transportador en lugar de un humilde transportado.

Además de las operaciones que he citado antes, y como parte obligatoria de algunas de ellas, también substituía las juntas de los motores, esas finas placas forradas de hoja de cobre sin las que sería imposible evitar las fugas de la mezcla gaseosa de combustible y aire entre la cabeza del motor y el bloque de los cilindros. (Si el lenguaje que estoy usando le parece ridículamente arcaico a los entendidos en automóviles modernos, más gobernados por computadores que por la cabeza de quien los conduce, la culpa no es mía: hablo de lo que conocí, no de lo que desconozco, y suerte que no me ponga a describir la estructura de las ruedas de los carros de bueyes y la manera de uncir estos animales al yugo. Es materia igualmente arcaica en la que también tuve alguna competencia). Pues bien, un día, después de haber acabado el trabajo y colocado la junta en su sitio, después de haber apretado con la fuerza de mis diecinueve años las tuercas que sujetaban la cabeza del motor al bloque, me dispuse a realizar la última fase de la operación, es decir, llenar de agua el radiador. Desenrosqué pues el tapón y comencé a verter por la boca del radiador el agua con que había llenado la vieja regadera que para ese y otros efectos teníamos en el taller. Un radiador es un depósito, tiene una capacidad limitada y no acepta ni un mililitro más que la cantidad de agua que quepa. Agua que se siga echando es agua que transborda. No obstante, algo extraño estaba pasando con ese radiador, el agua entraba, entraba, y por más agua que se le metiese no la veía subir danzando hasta la boca, que sería la señal de que estaba acabada la operación. El agua que ya vertida por aquella insaciable garganta habría bastado para satisfacer dos o tres radiadores de camión, y era como si nada. A veces pienso que, sesenta y muchos años pasados, todavía hoy estaría intentando llenar aquel tonel de las Danaides si de pronto no hubiera notado un ruido de agua cayendo, como si dentro del taller hubiese una pequeña cascada. Fui a ver. Por el tubo de escape del coche salía un abultado chorro de agua que, poco a poco, ante mis ojos estupefactos, fue disminuyendo de caudal hasta quedar reducido a unas últimas y melancólicas gotas. ¿Qué había pasado? Colocaría mal la junta, cerraría algo entre la cabeza del motor y el bloque que debería haber abierto, y, mucho más grave, facilitaría pasos y comunicaciones donde no debería haberlas. Nunca llegué a saber que vueltas tuvo que dar la pobre agua para salir por el tubo de escape. Ni quiero que me lo digan ahora. Para vergüenza ya tuve suficiente. Es posible que fuera en ese día cuando comenzara a pensar en hacerme escritor. Es un oficio en el que somos al mismo tiempo motor, agua, volante, cambios de marcha y tubo de escape. Tal vez, al final, el trauma haya valido a pena.