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Otros Cuadernos de Saramago

Otros Cuadernos de Saramago

13 Oct, 2008

Eduardo Lourenço

Soy deudor contumaz de Eduardo Lourenço desde 1991, o sea, desde hace diecisiete años. Se trata de una deuda un tanto singular porque, siendo natural que él, como afectado, no la hubiera olvidado, es menos habitual que yo, el deudor, al contrario de lo que suele suceder en casos semejantes, nunca la haya negado. Bien es verdad que si nunca me hice el olvidadizo de la falta, tampoco él me permitió, hay que decirlo, que me dejara engañar por sus silencios tácticos, que de vez en cuando interrumpía para preguntar: “¿Qué pasa con esas fotografías?” Mi respuesta era siempre la misma: “Vaya, he tenido mucho trabajo, pero lo malo es que todavía no he pedido que hagan las copias”. Y él, tan invariable como yo: “Las fotografías son seis, tú te quedas con tres y me das el resto”, “Eso nunca, es lo que faltaba, tienes derecho a todas”, respondía yo, hipócritamente magnánimo. Pues bien, ha llegado la hora de explicar de qué fotografías hablamos. Estábamos, él y yo, en Bruselas, en Europalia, y andábamos por allí como tantos otros curiosos, de sala en sala, comentando las bellezas y las riquezas expuestas, y con nosotros iba Augusto Cabrita, de máquina en ristre, buscando siempre la instantáneo inmortal. Qué pensó haber encontrado en un momento en que Eduardo Lourenço y yo nos detuvimos dándole la espalda a un tapiz barroco sobre un tema de esos históricos o míticos, no me acuerdo bien. “Ahí”, ordenó Cabrita con ese gesto feroz que tienen los fotógrafos en situaciones de alto riesgo, que es como imagino que ellos las consideran. Todavía hoy sigo sin saber qué diablillo me hizo no tomar en serio la solemnidad del momento. Comencé componiendo la corbata de Eduardo, después inventé que sus gafas no estaban bien ajustadas y me empleé en ponerlas en su sitio, de donde nunca habían salido. Comenzamos a reírnos como dos muchachos, él y yo, mientras Augusto Cabrita aprovechaba, con sucesivos disparos, la ocasión que le había sido ofrecida en bandeja. Ésta es la historia de las fotografías. Días más tarde, Augusto Cabrita, que murió pasados dos años, me mandó las imágenes tomadas, creyendo, seguro, que se quedaban en buenas manos. Buenas eran, o no del todo malas, pero, como ya he dejado explicado, poco diligentes.

Tiempo después me dio por escribir la novela Todos los nombres, libro que, según pensé entonces y sigo pensando hoy, no podría tener mejor presentador que Eduardo. Así se lo hice saber, y él, buen chico, accedió inmediatamente. Llegó el día, la sala mayor del Hotel Altis estaba a reventar por las costuras, y de Eduardo Lourenço ni presencia ni noticias. La preocupación se respiraba en el aire cargado, algo habría sucedido. Además, como todo el mundo sabe, el gran ensayista tiene fama de despistado, podía haberse equivocado de hotel. Tan despistado, tan despistado que, cuando finalmente apareció, anunció, con la voz más tranquila del mundo, que había perdido el discurso. Se oyó un “Ah” general  de consternación, que yo, por obra de mis malos instintos, no acompañé. Una sospecha atroz se había apoderado de mi espíritu, la de que Eduardo Lourenço decidió aprovechar la ocasión para vengarse del episodio de las fotografías. Equivocado estaba. Con papeles o sin ellos, el hombre fue brillante como siempre. Tomaba las ideas, las sopesaba con el falso aire de quien estaba pensando en otra cosa,  unas las dejaba de lado para un segundo examen, otras las disponía sobre un tablero invisible esperando que ellas mismas encontrasen las conexiones  que las potenciarían, unas con otras y con alguna de la segunda elección, más valiosa de lo que al principio había parecido. El resultado final, si la imagen  se me permite, fue un lingote de oro puro.

Mi deuda iba en aumento, era ya más grande que el agujero de ozono. Y los años fueron pasando. Hasta que, siempre existe un hasta que nos pone finalmente en el buen camino, el tiempo, después de mucho esperar, decidió perder la paciencia. En este caso fue la lectura reciente de un ensayo de Eduardo Lourenço, De lo inmemorial o la danza del tempo, en la revista “Portuguese Literary & Cultural Studies 7” de la Universidad de Massachusetts Dartmouth. Resumir esa extraordinaria pieza sería ofensivo. Me limitaré a dejar constancia de que las famosas copias ya se encuentran finalmente en mi poder y de que Eduardo en pocos días las recibirá. Con la mayor amistad y la más profunda admiración.

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