25 Dic, 2008
Cena
Hace muchos años, nada menos que en 1993, escribí en los “Cuadernos de Lanzarote” unas cuantas palabras que hicieran las delicias de algunos teólogos de esta parte de la Península, especialmente Juan José Tamayo, que desde entonces, generosamente, me dio su amistad. Fueron estas: “Dios es el silencio del universo, y el hombre el grito que da sentido a ese silencio”. Reconózcaseme que la idea no está mal formulada, con su “quantum satis” de poesía, su intención levemente provocadora y el subentendido de que los ateos son muy capaces de aventurarse por los escabrosos caminos de la teología, aunque sea elemental. En estos días en que se celebra el nacimiento de Cristo, otra idea me ha acudido, talvez más provocadora aún, incluso podría decir que revolucionaria, y que en poquísimas palabras se puede enunciar. Helas aquí. Si es verdad que Jesús, en la última cena, dijo a los discípulos, refiriéndose al pan y al vino que se encontraban sobre la mesa: “Este es mi cuerpo, esta es mi sangre”, entonces no será ilegítimo concluir que las innumerables cenas, las pantagruélicas comilonas, las panzadas homéricas con las que millones y millones de estómagos tienen que habérselas tratando de esquivar los peligros de una indigestión fatal, no serán nada más que la multitudinaria copia, al mismo tiempo efectiva y simbólica, de la última cena: los creyentes se alimentan de su dios, lo devoran, lo digieren, lo eliminan, hasta la próxima navidad, hasta la próxima cena, con el ritual de un hambre material y mística siempre insatisfecha. A ver ahora qué dicen los teólogos.